Resurgen cada año y cada vez que lo hacen, sentadas sobre sus hojas verdes, resultan sorprendentes.  Hasta parecen haber inventado otro blanco con el botón de luz en el centro de sus pétalos, reclamo para seres diminutos que revolotean buscando entretenimiento. Pequeños ramilletes deslumbrantes, como ramos de novia, entre las hojas y frutos secos caídos de los árboles y apiñados a su alrededor. Matiz luminoso que se asocia al éxito, a la fortuna, a la buena suerte. Nada malo podrá ocurrirme mientras haya flores amarillas decía García Márquez que situaba flores de este color en sus narraciones y las lucía en su solapa.

Hay que salirse del camino para disfrutarlas en un primer plano y, entonces, el sonido de las hojas y las ramas al crujir parecen asustar a estas criaturas delicadas.  Es creencia entre los pueblos celtas que todas las cosas poseen un espíritu, que todo aquello que existe está impregnado por una fuerza que asume múltiples formas. El mundo vegetal forma parte de esa creencia y a él se le atribuyen cualidades medicinales y mágicas relacionadas con las hadas y otros espíritus de la Naturaleza. Incluso algunos buscadores de tesoros creen que las primaveras son llaves que permiten localizar secretamente el oro oculto de las hadas.

Permanecerán a la sombra durante algún tiempo en las zonas húmedas, a la sombra de castaños y robles y se dormirán como cada año discretamente enraizadas en la tierra, entre la hierba, esperando el momento propicio para renacer.

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